La Habana, 1960. Es licenciado en Educación. Tiene publicados los poemarios El próximo que venga (1986), Estudios de cerámica griega (1991), Confesionario (1993), Descensional (autoedición, 1994), Visitas (1996),Caminos de piedra (2001), Malecón Tao (2001), El extraño tejido (2003) y El maquinista de Auschwits (2005, Premio UNEAC 2004). Es coautor de la antología Retrato de grupo (1990). Compiló y prologó la antología de jóvenes poetas habaneras Donde termina el cuerpo (1998). Tiene en su haber, asimismo, los volúmenes de ensayo La maldición: una historia de placer como conquista (1998, Premio de la Crítica 1998), Rupturas y homenajes (1998, Premio UNEAC 1997) e Historias del cuerpo(2001, Premio de la Crítica 2002). Obtuvo el Premio Razón de Ser en 1999 con el proyecto de investigación La Habana de los literatos. Colabora asiduamente en publicaciones culturales dentro y fuera del país. Estos poemas pertenecen a su libro La obligación de expresar ( Premio de poesía Nicolas Guillén 2008).
Ruedas de San Francisco de Sales
Por el oficio de carpintero le obligaron a fabricar la que sería cruz propia, de donde horas más tarde pendería entre la sed y la sangre. Humilde, como ahora lo es este sacerdote salesiano, de verbos que recuerdan un madero nudoso. Hemos venido por Casal, triste como ninguno de los nuestros, a que su alma descanse cien años más tarde. Los misioneros hacen ruedas, serruchan, cepillan, encolan, clavan y acompañan al que siguió trabajando, en el dolor, para más alto. Buscan que el prójimo tenga consuelo en la pobreza, en la Iglesia no pensada para que el aire refresque, sino para imágenes de la herida que unas manos registran entre el agobio de arena judaica y el verano de la isla. Pedir aquí es hacer el encuentro más desesperante aún. Me agrada que se divierta con mi ceguera este Dios de bancos toscos, mareo de la resina, ventiladores pequeños que baten calor, de telas sencillas y la nuca doblada en seña de respeto. A que posea me entrego mientras pronuncian el nombre de Casal como uno más en la lista inacabable.
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Arte de perder bibliotecas
La imagen de Cernuda, el poeta, quien juraba odiar las bibliotecas personales. En España subían al poder los fascistas, en Inglaterra bombardeaban los nazis, en la fría Norteamérica nunca fue más que alguien de tránsito y en México solo restaba morir. Salto de continentes y culturas, o entre habitaciones. Hay que tener fuerza y ancla extraordinarias, raíz casi única, conmovedora por la voluntad, para no ser barrido junto a la hoguera de libros. Perros de averiguar y esa rabia que borra el pesado esfuerzo de construir bibliotecas, zapateras, álbumes de sellos, roperos, vajillas, colección de insectos, manuscritos o el sobre de las fotos amadas. Con la seguridad de que un día vendrán porque se aburren, por fatalidad, porque se apuran a denunciar y defender lo que creen. Quizás sea por eso que escribes: para que ya esté hecho cuando lleguen, para curarte igual al cuero arrancado a terneros todavía vivos.
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